Voy a limitarme a tratar a Leónidas
Barletta como "hombre de teatro" porque
su personalidad era sumamente rica y abarcaba planos
muy diversos, no sólo en lo político-social,
sino también como promotor y militante activo
de una intensa brega artístico-cultural. Tan
era así que, hace cinco años, a comienzos
de abril de 1987, el Instituto "Amigos de Aníbal
Ponce" rindió homenaje a Barletta, en
la XIII Feria Nacional del Libro, poniendo de relieve
su labor en las distintas áreas en las que,
durante más de medio siglo, participó
tercamente y con una capacidad de lucha asombrosa.
En dicha ocasión, y para dar una muestra, apenas,
de la dedicación sobresaliente e incansable
de Barletta, se conformó un programa durante
el cual Sebastián Ávalos Noguera se
refirió a Barletta "periodista";
Raúl Larra, su amigo y biógrafo, destacó
"el hombre"; el fiscal de la Nación
Ricardo Molinas, "el ser político";
Onofre Lovero, "el creador de Nuestro Teatro
Independiente", y yo me ocupé, en pocos
trazos, de "Barletta y el teatro". Teniendo
como presentador a Mario Giusti, el acto se completó
con Inda Ledesma, quien leyó un cuento de Barletta
y, entre otros participantes, Osvaldo Dragún
señaló que el recién creado Teatro
de la Campana retomaba la lucha artístico-cultural
del veterano Teatro del Pueblo, rememorando su histórico
logotipo y ocupando su antiguo local en el subsuelo
legendario de la Diagonal Norte 943, de nuestra ciudad.
En esta circunstancia, y aprovechando la cordial invitación
de esta Fundación "Cesar Pennetti",
alentada y conducida por ese trabajador de nuestra
cultura popular con inquietud y jerarquía que
es el buen amigo Clemente, podré extenderme
algo más.
De cualquier manera, la elección de esta charla
tiene para mi dos motivaciones. La primera es que
en el día de mañana, de tenerlo entre
nosotros, Leónidas Barletta cumpliría
90 años, dado que había nacido en una
"casa pobre de barrio rico" (eran sus palabras),
allá por Libertad y Arenales, en la zona Norte,
el 30 de agosto de 1902, y falleció en nuestra
ciudad de Buenos Aires, el 15 de marzo de 1975.
La segunda motivación parte de algo sumamente
personal. Por tareas realizadas sobre la historia
de nuestro teatro, he recibido varios lauros que estimo
y valoro mucho, pero ninguno tiene para mí
-y lo confié cuando me lo entregaron- la trascendencia
entrañable del que, a fines del año
pasado, me otorgó la Fundación Cultural
Universitaria Nacional que lleva el nombre, precisamente,
de Premio Leónidas Barletta.
Y, ahora sí, entro en el tema.
En 1931, luego de presentarse en la sala de la Wagneriana
(Florida 936), el Teatro del Pueblo, fundado por los
últimos días del año anterior,
se instaló en un cuchitril de la calle Corrientes
angosta 465, número que, en la actualidad,
corresponde a un edificio moderno de más de
diez pisos.
Por ese mismo tiempo y durante los tres años
siguientes, en una lechería que existía
a pocos pasos del local, por la misma vereda hacia
el bajo, me reunía habitualmente con algunos
amigos desbordantes de ensoñaciones líricas
-varios se sentían poetas- con los que, finalmente,
organizamos el "grupo claridad" (en minúscula,
en nuestra ingenua rebeldía), bajo la incitación
del "grupo" creado en París por Henri
Barbusse, nada menos. Nos encontrábamos allí
porque varios de los amigos eran "mensajeros
en bicicleta" de la Western Unión, empresa
telegráfica internacional que se hallaba muy
cerca (creo que aún se encuentra en dicho lugar),
en la calle San Martín, entre Corrientes y
Sarmiento. Sólo uno de esos pichones de poeta
-el recordado José Rodriguez Itoíz,
ser angelical que nos dejara en plena madurez- vivía
en Lanús Oeste, y todos los demás eramos
de la Capital Federal. Sin embargo, una vez constituído
el "grupo" establecimos nuestra sede en
la casa de Rodriguez Itoíz (Bueguerestain 3725,
en pleno despoblado) y haci allí viajábamos
en tranvía todos los sábados, y algún
domingo, para realizar actos artísticos y culturales
por toda la zona de Lanús, este y oeste, en
los clubes de barrio, agrupaciones vecinales, etc.,
en donde se desarrollaban programas con conferencias,
recitados de poemas, debates, exposiciones de pintura,
etc.
Fue en aquella lechería porteña de la
calle Corrientes angosta, al promediar el 400 que,
por la cercanía, fuimos entrando en contacto
e intimando con los integrantes del Teatro del Pueblo
y, por supuesto, con Leónidas Barletta quien,
no como leyenda pintoresca sino como realidad, y doy
fe de ello, se colocaba en la puerta del teatro agitando
una gran campana de bronce mientras hablaba. En ocasiones,
la gente se acercaba para oir lo que proclamaba el
pregonero a campanazo limpio. Otras veces, por el
contrario, se veía a los transeúntes
abandonar asustados y presurosos la vereda donde se
hallaba el "mancebo compañero" -como
pudo habérsele ocurrido decir a nuestro Roberto
Arlt- , para esquivar a quien, entre los tañidos,
invitaba a penetrar en el sucucho y asistir al espectáculo
teatral que estaba por comenzar, por sólo veinte
centavos. O gratis, si al candidato, al que se tomaba
del brazo con toda campechanía, insinuaba algún
reparo por el importe.
El caso fue que los integrantes del "grupo claridad"
lanusense nos convertimos en fieles asistentes a sus
funciones. Recuerdo, a lo largo de esos tres primeros
años de lechería a las actrices Rosita
y Celia Eresky, Josefa Goldar, Ana Grinspun (luego
Anita Grin), y a los actores Joaquín Pérez
Fernández, Pascual Naccarati, José Veneziani,
Hugo D'Evieri, Juan Eresky y Tomás Migliacci
(que figuraba como auxiliar), entre otros. Recuerdo,
asimismo, a Alvaro Sol, novelista y autor teatral;
a Manuel Aguiar, que creaba escenografías estupendas
para el reducido tabladillo; a los plásticos
Facio Hebéquer y Abraham Vigo; a los ya por
entonces maestros a nuestros ojos el sereno y patriarcal
Alvaro Yunque y el narrador vigoroso Elías
Castelnuovo.
Por la frecuentación que teníamos con
los artistas del Teatro del Pueblo, logramos que un
sábado el elenco fuera en pleno, generosamente,
hasta Lanús, con Leónidas Barletta al
frente, para hablar y ofrecer su espectáculo
en uno de nuestros actos artísticos-culturales.
Nos identificábamos tanto con la brega del
Teatro del Pueblo, hasta hacerla nuestra, que cuando
en abril de 1934 conseguimos editar, con mucho sudor
y la credibilidad de un imprentero bohemio de la zona,
un periódico al que llamamos "fibra"
-también en minúscula, claro-, mi primer
artículo, no ya sólo de ese número
inicial sino también de mi labor periodística,
lo dediqué por entero al Teatro del Pueblo.
Lo titulé "Arte y voluntad" y lo
encabezaba un agudo y hermoso pensamiento de Alvaro
Yung que decía: "El diamante es un vidrio
con voluntad". En el número siguiente
publicamos un trabajo del propio Barletta sobre "El
arte y nuestras ideas sociales".
Vuelvo a aquel primer artículo periodístico
mío, en el que, al reseñar la labor
que estaba cumpliendo el elenco de Barletta, registraba
los espectáculos que se habían ido ofreciendo.
Allí figuraban desde "Mientras dan las
seis", de los poetas Eduardo González
Lanuza y Amado Villar, y "Títeres de pies
ligeros", del recio ensayista Ezequiel Martínez
Estrada, hasta "El humillado", de Roberto
Arlt (que era un capítulo de su novela recientemente
laureada, "Los siete locos") y "Temístocles
en Salamina", sátira política de
Román Gómez Masía, entre los
autores nacionales; y desde "Aulularia",
del latino Plauto; "Los bastidores del alma",
del ruso Nicolás Evréinov, e "Intimidad",
del francés Pellerin, hasta "El horroroso
crimen de Peñaranda del campo", del español
Pío Baroja y "El Emperador Jones",
del norteamericano Eggenio O'Neill, en lo referido
al repertorio universal de todas las épocas.
Los pocos títulos consignados y sus autores
pueden ir dando una idea de cuales eran los propósitos
que se perseguían al luchar por un teatro popular
que revalorizara nuestra escena, subalternizada por
la explotación comercial de la que estaba siendo
objeto.
Al llegar a este punto, creo oportuno rebobinar y
proponer un par de preguntas que puedan ser claves
para poder seguir adelante. ¿De dónde
salía el Teatro del Pueblo? y ¿Quién
era Leónidas Barletta?. Procuraré hilvanar
los tramos de historia que desembocan en el "movimiento
de teatros independientes", a partir de la cuarta
década del siglo que renovó y revitalizó
nuestra escena, en todos los niveles hasta, a través
de varias etapas, singulares todas ellas, llegar sus
resultados e influencias hasta estos días.
Todo empezó con el grupo llamado de "Boedo"
(porque ocupaba un cuartucho en dicha barriada sur
de la ciudad) que entró en conflicto, o no,
con el denominado grupo "Florida" (por tener
su refugio literario en esa arteria elegante y central
de la urbe), Los dos núcleos presentaban actitudes
que podían estimarse igualmente como revolucionarias.
La diferencia, fundamental para el caso, estribaba
en que mientras los de "Florida" eran rebeldes
en estética y se sentían ocupando una
avanzada estrictamente literaria, los de "Boedo",
eran disconformes ideológicos y se empeñaban
en impulsar la Revolución Social, ya triunfante,
por entonces, en la antigua Rusia de los Zares. Las
diferencias no desaparecerían nunca, pero algunas
aristas cortantes se irían limando con los
años, y los integrantes de ambos grupos se
encontrarían precisamente compartiendo las
carteleras del Teatro del Pueblo. Mientras los de
"Boedo" creían firmemente y bregaban
por un teatro popular, los de "Florida",
cuando asomaba en ello la inquietud escénica,
sólo aspiraban a lograr un escenario de arte,
aunque sospechando, que por el momento, y debido a
supuestas carencias en la materia, no podía
ni pensarse en ello. La opinión aparecía
en la revista Martín Fierro que editaba el
grupo "Florida". En el número 17,
de mayo de 1925, Sandro Piantanida publicó
un artículo titulado "Teatro de poesía",
en el que daba cuenta de las experiencias que se estaban
cumpliendo en Europa ("desde hace treinta años,
en Mónaco, Berlín, Ginebra, Moscú
y Roma") y, como síntesis, descartaba
que, a corto plazo, pudieran ser interpretados los
autores clásicos por elencos nuestros con tal
capacidad. ¿Podéis imaginar -puntualizaba
y se preguntaba- un drama griego o una comedia de
Plauto desenvolviéndose sobre las tablas de
cualquiera de nuestras escenas?" Además,
y para ir a lo sustancial, según el citado
Piantanida sólo podía pensarse en un
tablado de arte para satisfacer las necesidades de
cierta elite intelectual. En cambio, los del grupo
"Boedo" mostraban desde el comienzo, gran
interés por un teatro de calidad, crítico
y con fuertes resonancias populares. Por eso bien
pronto, y mucho antes de que hubiera podido imaginarlo
Piantanida, Barletta, en su Teatro del Pueblo, llevó
a escena no sólo a Sófocles y a Plauto,
sino también a Shakespeare, entre los aportes
que he reseñado algo más arriba.
En el grupo "Florida" se encontraban intelectuales
como Evar Méndez, Eduardo González Lanuza,
Oliverio Girondo y Jorge Luis Borges, entre las figuras
capitales; en el de "Boedo" participaban
los ya nombrados Alvaro Yunque, Elías Castelnuovo
y Leónidas Barletta, los poetas y narradores,
y contaba con un núcleo de plásticos
modernos a cuyo frente se encontraban los también
ya nombrados Guillermo Facio Hebequer y Abraham Vigo.
Hay quienes niegan que haya existido un conflicto
-ni siquiera de índole literaria- entre los
de "Boedo" y los de "Florida",
y no vale la pena entrar ahora en la cuestión,
pues otro es mi propósito al trazar el panorama
que continúo.
En el número de enero de 1926 de la revista
Los Pensadores, del grupo de "Boedo", se
insertaba un artículo titulado "Ellos
y nosotros". Allí se expresaba con total
claridad, "La cuestión empezó con
Boedo y Florida. El nombre y la designación
es lo de menos. Tanto ellos como nosotros sabemos
que hay algo más que nos divide". Se concretaba:
"La literatura no es un pasatiempo de barrio
o de camorra, es un arte universal cuya visión
puede ser profética o evangélica".
Castelnuovo a la vez testimoniaba con su firma: "Fuimos
nosotros, indudablemente, los que sostuvimos la misión
social del arte". ¿Cómo no iba
a interesarles el teatro -añado yo-, arte social
por excelencia, tanto por su forma como por sus contenidos
y alcances?
Conviene ir destacando ya la participación
en el grupo de Boedo del joven poeta y narrador Leónidas
Barletta, pues será uno de los que, desde entonces,
bregará tercamente por la organización
de elencos experimentales y de avanzada teatral entre
nosotros.
En 1903, Romain Rolland publicó en París
su libro "Teatro del Pueblo", cuya segunda
edición, también francesa data de 1913.
Pero recién en 1927, se tradujo a nuestro idioma
y apareció en Buenos Aires. Si bien no se disponía
fácilmente, por entonces, de noticias respecto
a las experiencias del "nuevo teatro", que
se estaban cumpliendo en los paralelos de la vanguardia
europea, no era extraño que a quienes le interesaba
el tema supieran de los trabajos que estaba realizando
Antoine, Lugné-Poé y Erwin Piscator,
Jacques Copeau, en Francia; Bragaglia, en Italia;
Otto Braham en Alemania; H.T.Grein en Inglaterra;
Stanislawski y Nemérovich-Dánchenko,
en Rusia; Rivas Sherif y Valle-Inclán, en España,
entre otros luchadores, a distinto nivel, por un nuevo
teatro. De Europa llegaban los rótulos de Teatro
Libre, Teatro Independiente, Teatro de Arte, Teatro
Político, etc.
Sin embargo, y resulta importante destacarlo para
que no haya confusión, cuando entre nosotros
se intentaba "un teatro distinto" al imperante
en nuestro medio, no se partía precisamente
de influencias ajenas, aunque los logros podían
servir como reflexión y aliciente. Las motivaciones
y propósitos eran otros, como se irá
viendo.
En 1926, Octavio Palazzolo, que había sido
agudo crítico teatral del diario La Vanguardia,
era el director artístico de un elenco profesional
con altas miras, pero que, al no resultar satisfactoria
la recaudación, la empresa le exigía
que cambiase el repertorio proyectado por obras de
nivel menor para que fuera más rendidora la
boletería. Palazzolo se negó y además,
renunció a su puesto por entender, y así
lo denunciaba en una nota, que "proseguir mis
actividades en el teatro, aceptando una situación
poco independiente, implicaba someterse a una claudicación
vergonsoza y agotar un caudal de energías en
una labor estéril". Es la primera vez
que yo encuentro, en un documento referido a nuestro
teatro, la palabra "independiente", con
una significación que se irá definiendo
y ahondando con el correr de la lucha.
Al año siguiente (1927), Palazzolo se reunió
con los escritores Alvaro Yunque, Elías Castelnuovo
y Leónidas Barletta, y los artistas plásticos
Facio Hebéquer y Abraham Vigo, -todos de "Boedo"-
y conformaron el grupo denominado Teatro Libre. En
la Declaración de Principios -inevitable, en
estos casos-, se explicaba: "Aspiramos a crear
un teatro de arte donde el teatro que se cultiva no
es artístico; queremos realizar un movimiento
de avanzada donde todo se caracteriza por el retroceso".
Yunque, siempre fervoroso, señalaba en un reportaje:
"En Buenos Aires, ya existe una cultura media
que hace posible la subsistencia de un teatro que
esté sobre la angurria del empresario, la vanidad
de la actriz, la ignorancia del actor y la chatura
del público burgués". Es de señalar
cómo, a esta altura, iban asomando los conceptos
que habrían de imponerse y serían bandera
del ya inmediato "movimiento de teatros independientes".
Como es tan común entre nosotros, en Teatro
Libre se produjeron desinteligencias y Palazzolo se
retiró de la agrupación. El resto de
los integrantes crearon entonces (1928), el Teatro
Experimental Argentino, cuya sigla TEA subrayaba los
propósitos de rebeldía y alumbramiento
de la nueva etapa escénica que animaba a sus
miembros. Leónidas Barletta era el secretario.
TEA llegó por fin a un escenario con "El
nombre de Cristo", drama antibélico de
Elías Castelnuovo, con escenografía
de Abraham Vigo. A la vez, se anunciaba "Odio",
drama de Leónidas Barletta que iba a llevar
decorados de Facio Hebequer. Pero el grupo se disolvió
y la obra de Barletta quedó sin estrenar.
Existen otros antecedentes al respecto que en ocasiones
marchaban en forma paralela demostrando, como lo expresara
Yunque, que en Buenos Aires existía ya la inquietud
por un teatro popular de jerarquía, sin bastardeos
de ninguna índole.
En la Biblioteca "Anatole France" se formó
en 1929, La Mosca Blanca, grupo escénico en
el que intervenían, como actores, Hugo D'Evieri
y Pascual Naccati, entre otros. Se hablaba de que
tenían entre manos dos obras: "Los bastidores
del alma", de Evréinov, y "Cuando
tengas un hijo", de Samuel Eichelbaum, autor
dramático que pertenecía a la agrupación
cultural. Sin embargo no llegó a concretarse
ningún espectáculo. De este grupo, en
1930 se desprendió un nuevo elenco al que se
denominó El Tábano (seguramente por
la aseveración socrática popularizada
por el diario Crítica) y se definía
como Laboratorio de Teatro. A los intérpretes
ya nombrados se agregaron Joaquín Pérez
Fernández y la inquietud de Leónidas
Barletta. Es con ellos y otras personas que, al disolverse
también El Tábano, de vida muy corta,
Barletta fundó, el 30 de noviembre de 1930,
el Teatro del Pueblo, el cual desde los inicios, se
declaraba "Agrupación al servicio del
arte", y adoptará como lema la frase de
Goethe: "Avanzar sin prisa y sin pausa, como
la estrella".
Por todo lo dicho, cuando Barletta apareció
al frente del Teatro del Pueblo en el cuchitril de
la calle Corrientes al 400, además de poeta
-lo testimonian "Canciones agrias", de 1924.
y narrador vigoroso y tierno a la vez -bastaría
recordar "Vientres trágicos", "Vidas
perdidas" y algo que siempre le preocupó,
"Los pobres"-, además de ese bagaje,
repito, que definía su actitud frente al ser
humano y la literatura, había cumplido una
preciosa experiencia en los grupos escénicos
principales que antecedieron al Teatro del Pueblo
y lo contaron en sus filas en primerísimos
puestos de orientación.
Barletta no era, pues, un improvisado. Sabía
bien lo que pretendía y por lo que habría
de luchar con tenacidad y con talento. Se vivían
momentos sumamente difíciles por la crisis
sociopolítica, con profundas incidencias económicas,
que había provocado la revolución reaccionaria
de septiembre de 1930 que quebró, por primera
vez, el desarrollo institucional. Desastre que, como
sabemos, generó consecuencias trágicas
que llegan hasta estos días. Empero, Barletta
se proponía "realizar experiencias de
teatro moderno para salvar el envilecido arte teatral
y llevar a las masas el arte general, con el propósito
de propender a la elevación cultural de nuestro
pueblo". Esa era su cartilla y para imponerla,
ofrecía toda su capacidad y su dedicación.
Jacques Copeau, al crear en París su Vieux
Colombier, allá por 1913, reaccionaba contra
"la industrialización frenética,
más cínica cada día, que está
degradando la escena francesa", al ser acaparada
" la mayor parte de los teatros por un grupito
de comicastros pagados por comerciantes deshonestos".
Barletta, por su parte, aseveraba que "ir al
teatro aquí, en Buenos Aires, no es una fiesta
del espíritu, como cualquier ejercicio intelectual,
es, cuando mucho, una fiesta de los bajos instintos".
Se proponía contrarrestar, con un repertorio
de calidad indudable -en el que cabían todos
los géneros, estilos y tendencias dramáticas,
unidos clásicos y modernos- la labor funesta
que estaban cumpliendo los escenarios porteños
comercializados. Fue desde ese momento que empezaron
a imponerse y flamear al tope, las tres banderas típicas
de la escena libre: independencia de los empresarios,
independencia de divas y capocómicos de turno,
e independencia del rendimiento de la boletería.
Si bien Barletta, como quedara dicho, era poeta y
narrador muy preocupado por desentrañar y captar,
hasta la minucia a veces, las angustias, los dolores
y los pobres ensueños de los seres humildes,
sentía una gran atracción por el espectáculo
dramático, así como por las resonancias
populares que descubría en él.
Además de participar, muy activamente, en las
agrupaciones teatrales que se habían ido formando
a partir de 1926, en procura de un nuevo teatro y
de la dignificación de nuestra escena, él
tenía ya escrita como lo he registrado, una
obra dramática "Odio", dispuesta
para ser estrenada. En la noticia previa que colocó
al editar su farsa satírica "La edad del
trapo", en 1956, certificaba: "En los treinta
años de mi actividad literaria he escrito también
una decena de piezas dramáticas". Añadía:
"No las he llevado a escena en el teatro que
dirijo para dar oportunidad a colegas que esperaban
su turno; no he propuesto su estreno a otras compañías
de teatro de arte, para que no se pensase que no confiaba
en la que dirigía". Hacía otras
consideraciones y, al aludir a la celebración
de los 25 años de "la fundación
del primer teatro independiente que sustenta una teoría
de arte moderno" (eran sus palabras), señalaba
que dedicaba el esfuerzo y los logros "a quienes
sacrificaron parte de sus vidas en la atrevida empresa,
vivos y muertos y, también, a quienes, con
su inconsecuencia, destacaron más la nobleza
de quienes constituyeron el habitual servirse a sí
mismos, por el desinteresado servir al pueblo".
Se trataba de una propuesta ética, a la que
Barletta seguía aferrado, trazando una "conducta"
(palabra ésta de su predilección y que
dio nombre a una de sus publicaciones teatrales más
perdurables que se mantuvo batallando a lo largo de
varios años).
La referencia me lleva directamente a la condición
autoral de Barletta. No todos conocían sus
inquietudes de dramaturgo. La primera obra, "Odio",
que quedara pendiente desde Teatro Libre pudo haber
llegado, a comienzos de 1933, al pequeño tinglado
de Corrientes 465, como se había programado.
Pero un día de ese año, al pasar frente
al teatro ví como el propio Barletta escribía
la noticia referida a que, había decidido no
estrenarla, dando las razones que después publicó
al frente de la edición de la obra en abril
del mismo año. La verdad es que me sentí
muy conmovido ante la acción tan serena como
responsable del propio Barletta. En dicha edición
se explicaba: "De esta obra se dio una versión
en privado el 10 de febrero de 1933, considerando
su autor y sus amigos presentes que no debía
ocupar el escenario de un teatro de vanguardia".
A mi juicio las razones eran muy válidas. La
obra iba a ser interpretada con escenografía
de Manuel Aguiar, por Amelia Díaz, Catalina
Asta, Josefa Goldar, Carlota González, José
Veneziani, Pascual Naccarati, José Pétriz,
Mecha Martínez y Nelida Peucelli. Los nombro
como reconocimiento y homenaje hacia todos aquellos
que, por entonces, tenían a su cargo los espectáculos
del Teatro del Pueblo.
En Barletta hubo un largo silencio como autor dramático.
Sólo muchos años más tarde, el
Taller de Teatro Cincel, de Santa Fe, estrenó
"La edad del trapo", con dirección
de Israel Wisniak y comentarios musicales de Astor
Piazzolla. Luego se conocieron otras dos obras suyas,
en la nueva salita del Teatro del Pueblo de Diagonal
Norte 943. Se titulaban: "A las 6.20 de la mañana",
en 1968, y "Sálvese quien pueda!",
en 1974. La última subió a escena un
año antes del fallecimiento de Barletta, y
fue repuesta en la temporada siguiente por el elenco,
como homenaje póstumo al autor y director de
la obra, y fundador y orientador del conjunto a lo
largo de 45 años.
A partir del Teatro del Pueblo, y bajo su ejemplo,
fueron formándose numerosos grupos escénicos
como el "Juan B. Justo", que dirigía
Enrique Agilda, y "La Máscara", que
conducía Ricardo Passano, entre tantos otros
núcleos que crearon un "movimiento"
arrollador que desbordó la Capital Federal
y sus aledaños, se extendió por todo
el país y, saltando fronteras, alentó
a realizar una tarea artístico-cultural, semejante
a agrupaciones de países hermanos como Uruguay,
Chile, Bolivia, Paraguay y Perú.
En su carácter de director y de maestro de
actores, Barletta dejó testimonios de su saber
y de sus preocupaciones en tres libros: "Viejo
y nuevo teatro", de 1956; "Manual del actor",
de 1961; y "Manual del director", de 1969.
En ellos pueden encontrarse sus conceptos, algunos
de ellos manifestados previamente de manera fragmentada;
particularmente en lo que se refería a que,
según lo afirmaba como un reto, él podía
hacer de cualquier individuo un actor. Tal vez en
algún momento de su lucha, y sobre todo en
los últimos tiempos, se habría visto
obligado a ello; pero ése no era su pensamiento
más hondo y total. En "Manual del actor",
antes del tramo que dedica a la "preparación",
señala: "Joven principiante: yo puedo
hacer de usted un actor, pero sólo de usted
depende llegar a ser un artista". Esta era la
idea completa de Barletta y por ella sabemos lo que
en realidad pensaba, y ayuda a que supongamos todo
lo que tuvo que bregar -en ocasiones sin resultado-
para que sus actores fueran convirtiéndose
en artistas. En el volumen que comento, dedica cortos
capítulos a distintos aspectos del futuro actor,
desde los problemas de la "puntualidad",
las técnicas para "maquillarse" y
"demaquillarse", correctamente, hasta proponer,
con gráficos, una especie de "Cursillo
del lenguaje de las manos". Pueden leerse allí
recomendaciones sumamente curiosas. Se advierte al
actor que tenga mucho cuidado al afeitarse, y que
debe hacerlo con agua tibia. Puntualiza: "Primero,
lavarse la cara con jabón, frotando con las
yemas de los dedos las partes más tupidas del
mentón y bozo". Añade: "Enseguida,
una jabonada con la brocha que no dure menos de un
minuto". Y un detalle por demás candoroso.
"Si la navajita tira -indica- y no hay otra de
repuesto, se puede asentar en el interior de un vaso
ancho, pasándola en vaivén con dos dedos,
unas veinte veces". Otro consejo que sorprende,
al referirse al aseo de los camarines y al comportamiento,
es que el actor debe "tener la ropa de escena
colgada del revés, para que se airée".
Habría más detalles para destacar el
"método" que Leónidas Barletta
había ido componiendo, mezclando lo teórico
y lo práctico, lo trascendente con lo meramente
superficial, a lo largo de los años.
Leónidas Barletta, lo reitero, ofreció
en su Teatro del Pueblo, las obras de la dramática
universal más significativas de todos los tiempos
-desde los clásicos griegos hasta lo más
moderno del repertorio contemporáneo universal-,
sin olvidar, en ningún momento, a los poetas
y narradores nacionales, a quienes ofrecía
su escenario y los invitaba para que se convirtieran
en autores dramáticos. Así ocurrió,
aparte de los ya nombrados, con Octavio Rivas Rooney
y Roberto Mariani, con Raúl González
Tuñón, Luis Cané y Nicolás
Olivari y muchos más pero, muy particularmente,
con Roberto Arlt. De no haber alcanzado lo que logró
con tanta brega, el Teatro del Pueblo hubiera merecido
figurar, igualmente, en la historia de nuestra escena,
por haber incitado y apoyado a Roberto Arlt para que
escribiera su teatro. Pues si del Teatro del Pueblo
parte una de las etapas más significativas
e importantes del desarrollo escénico nacional,
cuyos resultados permanecen, con las obras de Roberto
Arlt se inició la revolución, específicamente
dramática, la etapa renovadora que llega hasta
estos días. Sin el talento y el desenfado de
Arlt no podrían concebirse los cambios fundamentales
operados en la materia.
A Barletta y al Teatro del Pueblo se les debe, asimismo,
las primeras representaciones orgánicas efectuadas
en Buenos Aires al aire libre, durante la época
veraniega. En una islita de los lagos de Palermo se
estrenó "Myrta", el poema de Pedro
Calou y, sobre el tabladillo levantado en una feria,
se presentó "La isla desierta", la
joyita escénica de Roberto Arlt.
Leónidas Barletta realizó con su Teatro
del Pueblo una labor en verdad ciclópea. Desde
el cuchitril de la calle Corrientes al 400 -para 120
espectadores posibles, sentados sobre toscos bancos
de madera y telón de arpillera-, llegó
hasta una sala teatral ya perfectamente conformada,
como era la de Corrientes 1530, después de
pasar por locales provisorios como los de Carlos Pellegrini
340 -donde nació el celebrado "teatro
polémico", y Corrientes 1741, al que se
llamó Corral de la Pacheca, y en cuyo patio
se animó una versión singular de "Juan
Moreira", de Gutiérrez.
La sala de Corrientes 1530 -que anteriormente había
llevado los nombres de Corrientes y Nuevo-, en 1937
se denominó Teatro del Pueblo, transformándose,
desde ese momento, en una auténtica Facultad
de Humanidades, entrañablemente popular, sin
exámenes de ingreso ni entrega de diplomas,
pues los "cursos" que se dictaban eran abiertos
y libres, y no concluían nunca. En ella, con
capacidad para 1550 espectadores -y a menudo hubo
que colocar en la boletería el cartelito de
"No hay más localidades"-, no sólo
se ofrecieron espectáculos teatrales y danza,
sino también conciertos, exposiciones de variada
índole, ciclos de conferencias y se editaron
obras de teatro de autores nacionales y una revista:
Conducta.
A pesar de todo ello (o por todo ello, más
exactamente), tras la Revolución de 1943, funcionarios
reaccionarios se hicieron cargo de la Comuna Municipal
porteña y, una de sus primeras tareas fue desalojar
a Barletta y a su gente de la sala que, a partir de
entonces, se llamó Teatro Municipal de la Ciudad
de Buenos Aires y, una vez demolido el viejo edificio,
y muy ampliado el predio, se construyó el modernísimo
Teatro Municipal General San Martín de estos
días.
Barletta y los suyos defendieron como tigres su teatro,
hasta que finalmente sus puertas fueron forzadas por
piquetes de policías y bomberos, cargándose
en camiones municipales de basura, a granel, cuatro
pisos de elementos -trajes, muebles, cuadros, focos,
libros, etc- que habían sido utilizados para
ofrecer arte y cultura. Como no podía bajar
los brazos y entregarse, Barletta se cobijó
con su gente en el subsuelo de la Diagonal Norte 943,
en cuyo frente, hasta hace muy poco tiempo, había
un pequeño cartel que anunciaba: Teatro del
Pueblo. Al fallecer Barletta, la salita fue dedicada
a exposición de artistas plásticos argentinos
y, como ya lo indicara en el intróito de esta
charla, funciona actualmente el Teatro de La Campana.
Ustedes saben ahora bien por qué, y todo lo
que significa ese rótulo. Es una bandera que
rinde homenaje a la capacidad y al tesón de
Leónidas Barletta.
Podría hablarles de mis propias emociones como
autor presentado en dos oportunidades -"Maternidad"
y "Sobre los escombros"- por el elenco de
Barletta, ya en Corrientes 1530, y durante las bulliciosas
funciones de "teatro polémico", y
hasta leerles párrafos de una carta que me
enviara Barletta a raíz del conflicto que se
planteó allí, por fallas que se produjeron
en el montaje y la interpretación de mi segundo
estreno. Carta escrita con su inconfundible letra
grande, clara, y colmada de redondeces, en la que
se me daban explicaciones que yo no me hubiera atrevido
a pedirle, y que guardo con gran cariño.
Como muchos de mi generación -y de las posteriores,
pues ha transcurrido más de medio siglo desde
el punto de partida- vengo del Teatro del Pueblo;
me sentí enfervorizado por su brega e incitado
por su obra y, por lo tanto, es para mí un
orgullo que me conmueve, aportar esta noche algunos
datos apenas, sobre la personalidad vigorosa y tan
alerta en lo que a nuestro teatro concierne, de Leónidas
Barletta, ese ser duro y generoso, violento y reflexivo,
todo a la vez, que creyó en las posibilidades
enormes del hombre y de la mujer para trabajar con
responsabilidad y a conciencia -con "conducta",
diría él- por sus vidas y sus sueños,
en libertad, con justicia y en paz.
Veo ante mí (¿cómo borrar la
imagen?) a Leónidas Barletta, con su cara de
luna llena y gesto de bonanza -a pesar de la firmeza
que denunciaba su mentón poderoso-, dando campanazos
frente a la puerta de su teatrito de la angosta calle
Corrientes 465. Veo ante mi al "fundador mitológico
del teatro independiente argentino", como lo
calificara ese otro batallador de nuestra escena libre
y siempre en la brecha que es Onofre Lovero.
Felizmente, Leónidas Barletta tiene ya una
salita -su antigua salita, renovada con autores y
directores jóvenes- que recuerda su lucha,
y un libro estupendo, dedicado al "campanero
mayor", escrito con gran comprensión y
enorme afecto, por mi tan admirado y querido Raúl
Larra.
Ya como cierre quiero leerles unos párrafos
del capítulo inicial de dicho libro que se
titula, precisamente, "El hombre de la campana".
Es una "acuarelita porteña", digna
del Roberto Arlt que también aparecerá
en ella y, ayudará a comprender mejor un ámbito
-en su tiempo, en su clima y en su propio jugo-, y
el accionar de Leónidas Barletta cuando, allá
por 1931, y el comienzo de uno de sus espectáculos.
He aquí unos cuantos párrafos de cómo
lo cuenta Raúl Larra.
Así eran Leónidas Barletta y su Teatro
del Pueblo, con la intervención en vivo de
Roberto Arlt, según Raúl Larra, allá
por 1931. Acababa de nacer y empezaba a echar a andar
nuestra "escena libre" o "independiente",
y se iniciaba la nueva etapa renovadora de nuestro
teatro nacional, en todos sus niveles, que llega hasta
estos días. ¡Y menudo es el mérito!
Buenos Aires, agosto 1992